Os presento a las hermanas Fernández. Las separan seis años, y muchas más diferencias. Quedándole una asignatura para terminar la carrera, Alicia, la hermana mayor, ha vuelto a instalarse en la casa familiar. No trabaja y, en realidad, tampoco estudia, así que su rutina -salvo ocasionales escapadas- se basa en ver pasar los días hasta el momento de examinarse. Tanto tiempo libre no es bueno, yo lo sé muy bien porque pasé por algo parecido cuando abandoné la carrera en mi primer año como universitario, tras lo que me quedaban meses y meses ociosos antes de poder matricularme en el curso siguiente. Todos a su alrededor parecen tener un montón de cosas con que ocupar las semanas. Ella, en cambio, sólo quiere que llegue el fin de semana, que es cuando sus amigos están de vuelta de sus respectivas ciudades universitarias, para tener algo interesante que hacer. Alicia, en lugar de adoptar una postura proactiva frente a su vida, prefiere dejar que las cosas sucedan por si solas, aunque con ello corra el riesgo de que nunca lleguen a pasar. Mientras tanto, sueña con lo que le habría gustado hacer hace seis años, nada que ver con el camino que la llevó a una carrera equivocada y, por tanto, un presente desalentador que en modo alguno parece conducir a un futuro mejor.
Blanca, la hermana pequeña, lleva cerca de dos meses en Salamanca, instalada ya en su vida como estudiante de Turismo, que no es su vocación, pero le ha servido de excusa para irse de casa, que era su principal objetivo. Piensa que tiene todo el tiempo del mundo. No recuerda la última vez que se sintió a gusto siendo quien es en el hoy y en el ahora; lo único que desea es adelantarse a su tiempo, ser adulta ya, ser mujer ya, una impaciencia que le impide disfrutar de lo que está pasando en su vida a día de hoy. Aunque ella todavía no lo sabe, ese empeño en vivir en el mañana le llevará al mismo punto en que su hermana -y yo también, no lo niego- se encuentra ahora.
Dicen que la historia tiende a repetirse, y mi propia experiencia me ha dicho que ésta es una verdad indiscutible. Lo veo en mis amigos, en cada uno de una forma distinta; en mi hermano, un año más joven y, por tanto, atascado -y nunca mejor dicho- en la misma etapa vital que yo. También lo veo en mis padres, que recuerdan como si fuera ayer su última fiesta de cumpleaños saliendo de copas, nada que ver con la cena familiar y plan casero con que celebraron los cincuenta. ¿Cómo creían Ángeles y Luis que sería el ecuador de su vida? Seguramente lo imaginaban tan lejano como mi yo adolescente imaginaba mis veintitantos. ¿Quién es esa chica que se matriculó en Empresas pensando que ya tendría tiempo de cambiar por algo más apetecible? Se llamaba Alicia, pero no era Alicia. No la misma.
A veces pienso que los que ya estamos en ese futuro que tan poco se parece al imaginado o deseado deberíamos servir de aviso para aquellos como Blanca, que van directos hacia el mismo punto sin retorno. Luego recuerdo cómo era yo con dieciocho años y desecho la idea con una cínica expresión en el rostro. Sería como gritarle al oído a una persona sorda. Podría inventar un lenguaje para estos "sordos" que son los adolescentes, pero me faltan horas en el día y, aunque me ha costado llegar a comprenderlo, ahora ya sé que el tiempo es algo que no se recupera.
Blanca, la hermana pequeña, lleva cerca de dos meses en Salamanca, instalada ya en su vida como estudiante de Turismo, que no es su vocación, pero le ha servido de excusa para irse de casa, que era su principal objetivo. Piensa que tiene todo el tiempo del mundo. No recuerda la última vez que se sintió a gusto siendo quien es en el hoy y en el ahora; lo único que desea es adelantarse a su tiempo, ser adulta ya, ser mujer ya, una impaciencia que le impide disfrutar de lo que está pasando en su vida a día de hoy. Aunque ella todavía no lo sabe, ese empeño en vivir en el mañana le llevará al mismo punto en que su hermana -y yo también, no lo niego- se encuentra ahora.
Dicen que la historia tiende a repetirse, y mi propia experiencia me ha dicho que ésta es una verdad indiscutible. Lo veo en mis amigos, en cada uno de una forma distinta; en mi hermano, un año más joven y, por tanto, atascado -y nunca mejor dicho- en la misma etapa vital que yo. También lo veo en mis padres, que recuerdan como si fuera ayer su última fiesta de cumpleaños saliendo de copas, nada que ver con la cena familiar y plan casero con que celebraron los cincuenta. ¿Cómo creían Ángeles y Luis que sería el ecuador de su vida? Seguramente lo imaginaban tan lejano como mi yo adolescente imaginaba mis veintitantos. ¿Quién es esa chica que se matriculó en Empresas pensando que ya tendría tiempo de cambiar por algo más apetecible? Se llamaba Alicia, pero no era Alicia. No la misma.
A veces pienso que los que ya estamos en ese futuro que tan poco se parece al imaginado o deseado deberíamos servir de aviso para aquellos como Blanca, que van directos hacia el mismo punto sin retorno. Luego recuerdo cómo era yo con dieciocho años y desecho la idea con una cínica expresión en el rostro. Sería como gritarle al oído a una persona sorda. Podría inventar un lenguaje para estos "sordos" que son los adolescentes, pero me faltan horas en el día y, aunque me ha costado llegar a comprenderlo, ahora ya sé que el tiempo es algo que no se recupera.