miércoles, 17 de febrero de 2010

Un día nublado

Hoy es uno de esos días en que me he dado cuenta de que estoy madurando.
Tras una noche que no merece la pena recordar, de sudores fríos y sueños ardientes, amanecí –y es un decir, porque llevaba despierto desde las seis de la mañana- con la sensación de haber sido mordido por una araña radioactiva, sabiendo que no había desarrollado superpoderes, más bien un virus. Todo mi cuerpo emitía una desagradable vibración que me impedía encontrar consuelo en ninguna postura, cada trago de saliva era como pasarme una lija por la garganta y mi cabeza parecía haber sido rodeada por la misma borrasca que el hombre del tiempo había previsto para el día de hoy, decidida a no aparecer en el cielo de la ciudad. Pero sí encima de mí.
No se trataba de un día cualquiera, debía hacer una serie de gestiones relacionadas con la universidad, y las administraciones públicas, bancos y demás familia sólo tienen horario de mañana.
Tenía dos opciones: quedarme en cama durmiendo con la esperanza de recuperarme y esperar al día siguiente –con el riesgo de encontrarme mucho peor que hoy-, o ignorar la sensación de ser un despojo humano y hacer lo que tenía que hacer, sin quejarme ni compadecerme de mí mismo.
Un año antes, en la misma situación, habría optado por la primera opción.
Hoy no fue así. Me sacudí la pereza y me puse en pie, dando comienzo una de las mañanas más largas de toda mi vida.
Desde que salí a la calle hasta que volví a entrar en casa, sumado al malestar físico causado por el inoportuno resfriado, no paraba de pensar en lo sorprendente de mi comportamiento, extrañamente adulto en comparación con la actitud que me caracteriza en estas ocasiones.
Me encontraba mal –fatal- y, al mismo tiempo, no podía sentirme mejor conmigo mismo ya que, por fin, había comprendido una verdad absoluta de la vida del adulto: cuando tienes que hacer algo, lo tienes que hacer. Y punto. De nada vale el cansancio, la gripe, una jaqueca o cualquier otra de las infinitas excusas que parezcan eximirte de tus obligaciones.
Fue ése, el simple hecho de levantarme y no quedarme en cama, lo que me ha hecho ver que voy en la dirección correcta y, a pesar de sentirme como el paciente cero en una película de pandemias, el bienestar se impone en un día nublado.