El primer trabajo es como el primer contacto con el sexo: incómodo y hace que te sientas perdido en todo momento; puedes encontrarte con gente de lo más amable que intenta facilitarte la experiencia o todo lo contrario, en cuyo caso sólo quieres que llegue a su fin lo más rápido posible. Entonces inicias tu camino a casa, confuso y cansado, haciéndote una pregunta que martilleará en tu cabeza hasta la próxima vez. ¿Será así siempre?
Después de veinticuatro años de adolescencia decidí dar un paso adelante en la carrera hacia la vida adulta, así que me puse a buscar empleo. Consideré que había llegado el momento y, con la misma ingenuidad que me empujó al sexo pensando que ya era lo suficientemente maduro, encontré lo que buscaba.
Algunas personas nunca aprenderemos que, para algunas cosas, no hay ninguna prisa.
Mi primera experiencia laboral se trataba de pasarse cuatro horas atrayendo a los viandantes para que se probasen un producto nuevo que la tienda para la que trabajo promociona. Fue como intentar ligar en un bar de copas. Alguno me escuchó con una amabilidad peligrosamente cerca de la condescendencia, sólo unos pocos me siguieron con verdadero interés. Verdadero interés en el regalo que ofrecía a cambio de entrar en la tienda. La mayoría me ignoró deliberadamente, como si no fuera digno de dirigirme a ellos. En una ocasión, una mujer ni siquiera me miró, pasando ante mí como si ella estuviera por encima de mis posibilidades.
Menos mal que no me gustan las mujeres.
El día siguiente fue más tranquilo. Era una calurosa mañana de sábado, mucha gente estaba en la playa y los que no, dormían. El resto trabajaba.
Cuatro horas sin otro objetivo que aguantar en pie es mucho tiempo para pensar. Me sentí bien haciendo algo productivo en los días de verano, más allá de leer todo lo que no pude durante el curso y empezar a estudiar –con mucha calma- para los exámenes de septiembre. En medio del repaso de mi jornada estival una idea se impuso sobre todo lo demás. Se me ocurrió que era el momento perfecto para conocer a alguien, un chico agradable con quien pasar las tardes, charlar, pasear, con el que pudiera entrar en calor sin necesidad de salir a la calle.
Por desgracia, buscar pareja es casi tan complicado como encontrar trabajo. La gente está desesperada por conseguir algo, lo que sea, pero son escasas las ofertas que cumplan unas condiciones mínimas; contratos que te garanticen la conservación de tu dignidad cuando rescindan los hay pocos, en cualquier mercado.
Me pregunto cuánto tiempo pasará hasta que encuentre el trabajo perfecto, si tendré que pasar por todo tipo de relaciones contractuales abusivas, de final inesperado, que me dejarán deprimido, a un paso del cinismo y el helado de chocolate. Del más barato, dadas las circunstancias.
La de mi amigo Alberto es una historia esperanzadora. Después de pasar por unos cuantos empleos mal pagados y poco o nada gratificantes, acaba de conseguir un puesto acorde a su formación en el que se siente realizado, lo que da lugar a la siguiente reflexión: la clave es no rendirse nunca y seguir buscando.
En un último caso, siempre queda hacerse autónomo.
Después de veinticuatro años de adolescencia decidí dar un paso adelante en la carrera hacia la vida adulta, así que me puse a buscar empleo. Consideré que había llegado el momento y, con la misma ingenuidad que me empujó al sexo pensando que ya era lo suficientemente maduro, encontré lo que buscaba.
Algunas personas nunca aprenderemos que, para algunas cosas, no hay ninguna prisa.
Mi primera experiencia laboral se trataba de pasarse cuatro horas atrayendo a los viandantes para que se probasen un producto nuevo que la tienda para la que trabajo promociona. Fue como intentar ligar en un bar de copas. Alguno me escuchó con una amabilidad peligrosamente cerca de la condescendencia, sólo unos pocos me siguieron con verdadero interés. Verdadero interés en el regalo que ofrecía a cambio de entrar en la tienda. La mayoría me ignoró deliberadamente, como si no fuera digno de dirigirme a ellos. En una ocasión, una mujer ni siquiera me miró, pasando ante mí como si ella estuviera por encima de mis posibilidades.
Menos mal que no me gustan las mujeres.
El día siguiente fue más tranquilo. Era una calurosa mañana de sábado, mucha gente estaba en la playa y los que no, dormían. El resto trabajaba.
Cuatro horas sin otro objetivo que aguantar en pie es mucho tiempo para pensar. Me sentí bien haciendo algo productivo en los días de verano, más allá de leer todo lo que no pude durante el curso y empezar a estudiar –con mucha calma- para los exámenes de septiembre. En medio del repaso de mi jornada estival una idea se impuso sobre todo lo demás. Se me ocurrió que era el momento perfecto para conocer a alguien, un chico agradable con quien pasar las tardes, charlar, pasear, con el que pudiera entrar en calor sin necesidad de salir a la calle.
Por desgracia, buscar pareja es casi tan complicado como encontrar trabajo. La gente está desesperada por conseguir algo, lo que sea, pero son escasas las ofertas que cumplan unas condiciones mínimas; contratos que te garanticen la conservación de tu dignidad cuando rescindan los hay pocos, en cualquier mercado.
Me pregunto cuánto tiempo pasará hasta que encuentre el trabajo perfecto, si tendré que pasar por todo tipo de relaciones contractuales abusivas, de final inesperado, que me dejarán deprimido, a un paso del cinismo y el helado de chocolate. Del más barato, dadas las circunstancias.
La de mi amigo Alberto es una historia esperanzadora. Después de pasar por unos cuantos empleos mal pagados y poco o nada gratificantes, acaba de conseguir un puesto acorde a su formación en el que se siente realizado, lo que da lugar a la siguiente reflexión: la clave es no rendirse nunca y seguir buscando.
En un último caso, siempre queda hacerse autónomo.