Yo
creo que la gente que nunca bebe oculta algo, sentenció Laura
sembrando la sombra de una duda en todos nosotros, sensación que no
tardó en disiparse dando lugar a la seguridad de haber escuchado una
verdad en potencia.
En
una esquina del local, desde donde se podía apreciar una panorámica
reveladora del ambiente que nos rodeaba, un grupo de dispares
caracteres estábamos reunidos. Un gin tonic, tres cervezas, un ron
con cola y dos mojitos.
Elevando
la voz por encima de nuestras cabezas nos interrumpíamos los unos a
los otros con vehemencia y desconsideración; en lugar de signos de
puntuación, terminábamos las frases con tragos más o menos largos,
según la necesidad de lubricar la garganta o añadir combustible al
calor de nuestros argumentos.
En
algún momento entre las tres primeras cervezas y la segunda copa
desvié mi atención hacia la mesa de al lado, donde estaban sentadas
dos chicas de aspecto tan uniforme como su conversación y las
bebidas que la acompañaban: dos tónicas sin hielo. Las
intervenciones de cada una eran escuchadas con aparente interés,
respetando los tiempos con armoniosa complicidad. "Yo creo
que...", "Pero estarás de acuerdo conmigo...",
"Perdona por haberte interrumpido...".
Empecé
a imaginar el cambio (o distorsión) que se obraría en ellas en caso
de que empezasen a beber algo más fuerte. Después de todo, aquella
estampa no era muy distinta de la que mis amigos y yo formábamos
antes de que el camarero nos hubiera servido. Me pregunté si
nosotros, como aquel ejemplo de corrección -cuya única amargura se
encontraba en el sabor de sus bebidas-, nos pasaríamos la vida
ocultando nuestra verdadera cara tras una apariencia de serenidad que
solo éramos capaces de descubrir con la ayuda del alcohol, al igual
que aquel compuesto químico que liberaba al monstruoso Mr. Hyde de
la cárcel victoriana que era la personalidad del Dr. Jekyll.
¿Quién
es más auténtico? ¿El sobrio contenido o el bebedor desinhibido?